miércoles, 21 de mayo de 2014

El oscuro abismo que nos aleja de aquellos a quienes más conocemos



“Uno nunca deja de sorprenderse del abismo que le separa de quien más conoce”. Lo dice Endre Solberg, protagonista de La oscuridad, nueva novela de Ignacio Ferrando. Esta frase tan potente, tan cierta y, por ello, tan peligrosa, bien podría resumir el argumento del trabajo con el que el escritor asturiano regresa a las librerías. Un regreso muy dulce, porque su último texto, La piel de los extraños, del que ya hablé aquí en su momento, recibió no solo excelentes críticas, sino el Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado ese año. 

En La oscuridad, publicado por la editorial palentina Menoscuarto, Ignacio Ferrando nos regala un intenso relato psicológico con una atmósfera densa y agobiante, y un arranque con toques de novela negra. En el libro, los lectores que ya conocen su narrativa se encontrarán de nuevo con muchas de sus obsesiones literarias: la identidad, lo real y lo falso, la imposibilidad de conocer al otro –por muy cercano que nos resulte– y las relaciones de pareja como una metáfora del comportamiento en sociedad.  Me decía el escritor en una entrevista pasada, que para él la identidad es, “además de lo que somos, lo que los otros dicen que somos”. Por eso en sus historias, las relaciones de pareja funcionan como un efectivo bisturí para diseccionar los comportamientos de los personajes, sus zonas luminosas y las oscuras, aquellas que esconderían hasta de sí mismos. Porque La oscuridad arranca cuando todo se desmorona en la vida de Endre Solberg, un director de cine experimental que acaba de perder a su mujer, Liv, en lo que parece ser un suicidio. En pleno invierno ártico, la pequeña población noruega en la que reside Endre parece ser un lugar apacible, donde nada escapa de la rutina habitual. Sin embargo, cuando regresa a su casa tras el velatorio, encuentra a Liv viva en el salón, esperándolo, como si nada hubiera sucedido y la vida siguiera su curso.

<<Las cosas se simplificarían si tuviera la piel cetrina, apergaminada, si su vestido fuera de sarga o de tela de saco, o si aullara y arrastrara tras de sí cadenas y grilletes, es decir, si fuera un fantasma al uso, convencional, justificado por mi ridícula necesidad de que ella siga viva (…) Pero sé que los fantasmas solo regresan para complicarnos la vida, para recordarnos que no hicimos algo bien, que les fallamos, que somos parcialmente culpables de su existencia>>.

 Desde el primer capítulo, la incertidumbre y la tensión están servidas. ¿Quién es esa mujer que dice ser Liv y que físicamente es igual que ella? ¿Es una loca? ¿Es una broma pesada? ¿Una lógica pero angustiosa alucinación de un marido que empieza a afrontar el duelo? Las preguntas, las hipótesis y las suposiciones forman parte de este ingenioso juego creado por Ignacio Ferrando. Más allá de la lectura en clave de thriller, por todo el libro sobrevuela el tema de la identidad y la forma en que nos comportamos de cara al exterior: ¿Quién era realmente Liv? ¿La conocía Endre, su propio marido y con quien pasaba su vida? ¿Qué clase de matrimonio eran o daban a entender que eran? 


Como en todo buen texto, el diálogo con el lector está presente a lo largo de la narración. El personaje de Liv, actriz frustrada que mantenía una tensa relación con su esposo, se va deconstruyendo a medida que Endre indaga en la identidad de la nueva mujer que la suplanta en su casa. La historia avanza como si fuera uno más de los guiones inacabados de Endre, y él es consciente de hasta qué punto su realidad parece un intento de representación y de cómo los tres, él mismo, la esposa muerta y la impostora, juegan a representar esa escena casi de película. La identidad de Endre se enfrenta, a medida que avanza el texto, a sus propios demonios. El hombre que dice ser, el hombre que es ante sus apacibles vecinos, puede que no tenga nada que ver con el hombre que realmente es. La oscuridad, en este caso, nos remite al exterior, pero también al interior, a lo que todos llevamos dentro.

<<¿Te das cuenta?, pienso, tú y yo como evasivas de nosotros mismos. Ambos fingiendo ser quienes no somos. Acaso nada haya cambiado entre nosotros, acaso siempre interpretamos otros papeles, acaso, sin saberlo, somos esclavos de lo que otros esperan de nosotros>>.

De la trama no puedo –y no debo– decir más. De su prosa, casi todo se ha dicho. Para muchos es un referente en el género del relato, y este libro es una confirmación de su maestría como narrador de historias, no importa en qué genero. Me sigue sorprendiendo la precisión con la que narra, el ritmo y la musicalidad de cada capítulo; en esta historia, en concreto, el aire cinematográfico -a veces, muchas escenas me recuerdan al suspense de Alfred Hitchcock- y los adjetivos asfixiantes para situar al lector en ese ambiente de ventiscas, de escasa luz y aparente armonía vecinal. Y, sobre todo, su habilidad para que nada sea lo que a priori parece, como sucede en esta estupenda novela.
   

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